Lo que Benedicto XVI piensa de Juan Pablo II

Recogemos a continuación las homilías que Benedicto XVI ha pronunciado en las misas de aniversario del fallecimiento de su predecesor, que reflejan el afecto que conserva hacia Juan Pablo II y ayudan a celebrar la beatificación.

MISA DE EXEQUIAS DEL DIFUNTO PONTÍFICE ROMANO JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL CARD. JOSEPH RATZINGER

Plaza de San Pedro Viernes 8 de abril de 2005

«Sígueme», dice el Señor resucitado a Pedro, como su última palabra a este discípulo elegido para apacentar a sus ovejas. «Sígueme», esta palabra lapidaria de Cristo puede considerarse la llave para comprender el mensaje que viene de la vida de nuestro llorado y amado Papa Juan Pablo II, cuyos restos mortales depositamos hoy en la tierra como semilla de inmortalidad, con el corazón lleno de tristeza pero también de gozosa esperanza y de profunda gratitud.

Estos son nuestros sentimientos y nuestro ánimo. Hermanos y hermanas en Cristo, presentes en la Plaza de San Pedro, en las calles adyacentes y en otros lugares diversos de la ciudad de Roma, poblada en estos días de una inmensa multitud silenciosa y orante. Saludo a todos cordialmente.

También en nombre del colegio de cardenales saludo con deferencia a los jefes de Estado, de gobierno y a las delegaciones de los diversos países. Saludo a las autoridades y a los representantes de las Iglesias y comunidades cristianas, al igual que a los de las diversas religiones. Saludo a los arzobispos, a los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, llegados de todos los continentes; de forma especial a los jóvenes que Juan Pablo II amaba definir el futuro y la esperanza de la Iglesia. Mi saludo llega también a todos los que en cualquier lugar del mundo están unidos a nosotros a través de la radio y la televisión, en esta participación coral al rito solemne de despedida del amado pontífice".

«Sígueme». Cuando era un joven estudiante, Karol Wojtyla era un entusiasta de la literatura, del teatro, de la poesía. Trabajando en una fábrica química, circundado y amenazado por el terror nazi, escuchó la voz del Señor: ¡Sígueme! En este contexto tan particular comenzó a leer libros de filosofía y de teología, entró después en el seminario clandestino creado por el cardenal Sapieha y después de la guerra pudo completar sus estudios en la facultad teológica de la Universidad Jagellónica de Cracovia. Tantas veces en sus cartas a los sacerdotes y en sus libros autobiográficos nos habló de su sacerdocio, al que fue ordenado el 1 de noviembre de 1946. En esos textos interpreta su sacerdocio, en particular a partir de tres palabras del Señor. En primer lugar esta: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro permanezca». La segunda palabra es: «El buen pastor da la vida por sus ovejas». Y finalmente: «Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor». En estas palabras vemos el alma entera de nuestro Santo Padre. Realmente ha ido a todos los lugares, incansablemente, para llevar fruto, un fruto que permanece. «Levantaos, vamos», es el título de su penúltimo libro. «Levantaos, vamos». Con esas palabras nos ha despertado de una fe cansada, del sueño de los discípulos de ayer y hoy. «Levantaos, vamos», nos dice hoy también a nosotros. El Santo Padre fue además sacerdote hasta el final porque ofreció su vida a Dios por sus ovejas y por la entera familia humana, en una entrega cotidiana al servicio de la Iglesia y sobre todo en las duras pruebas de los últimos meses. Así se ha convertido en una sola cosa con Cristo, el buen pastor que ama sus ovejas. Y, en fin, «permaneced en mi amor»: el Papa, que buscó el encuentro con todos, que tuvo una capacidad de perdón y de apertura de corazón para todos, nos dice hoy también con estas palabras del Señor: «Habitando en el amor de Cristo, aprendemos, en la escuela de Cristo, el arte del amor verdadero». 

«Sígueme». En julio de 1958 comienza para el joven sacerdote Karol Wojtyla una nueva etapa en el camino con el Señor y tras el Señor. Karol fue, como era habitual, con un grupo de jóvenes apasionados de canoa a los lagos Masuri para pasar unas vacaciones juntos. Pero llevaba consigo una carta que lo invitaba a presentarse al primado de Polonia, el cardenal Wyszynski y podía adivinar solamente el motivo del encuentro: su nombramiento como obispo auxiliar de Cracovia. Dejar la enseñanza universitaria, dejar esta comunión estimulante con los jóvenes, dejar la gran liza intelectual para conocer e interpretar el misterio de la criatura humana, para hacer presente en el mundo de hoy la interpretación cristiana de nuestro ser, todo aquello debía parecerle como un perderse a sí mismo, perder aquello que constituía la identidad humana de ese joven sacerdote. Sígueme, Karol Wojtyla aceptó, escuchando en la llamada de la Iglesia la voz de Cristo. Y así se dio cuenta de cuanto es verdadera la palabra del Señor: «Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará viva». Nuestro Papa —todos lo sabemos— no quiso nunca salvar su propia vida, tenerla para sí; quiso entregarse sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros. De esa forma pudo experimentar cómo todo lo que había puesto en manos del Señor retornaba en un nuevo modo: el amor a la palabra, a la poesía, a las letras fue una parte esencial de su misión pastoral y dio frescura nueva, actualidad nueva, atracción nueva al anuncio del Evangelio, también precisamente cuando éste es signo de contradicción. 

«Sígueme». En octubre de 1978 el cardenal Wojtyla escucha de nuevo la voz del Señor. Se renueva el diálogo con Pedro narrado en el Evangelio de esta ceremonia: «Simón de Juan, ¿me amas? Apacienta mis ovejas». A la pregunta del Señor: Karol, ¿me amas?, el arzobispo de Cracovia respondió desde lo profundo de su corazón: «Señor, tú lo sabes todo: Tú sabes que te amo». El amor de Cristo fue la fuerza dominante en nuestro amado Santo Padre; quien lo ha visto rezar, quien lo ha oído predicar, lo sabe. Y así, gracias a su profundo enraizamiento en Cristo pudo llevar un peso, que supera las fuerzas puramente humanas: Ser pastor del rebaño de Cristo, de su Iglesia universal. Este no es el momento de hablar de los diferentes aspectos de un pontificado tan rico. Quisiera leer solamente dos pasajes de la liturgia de hoy, en los que aparecen elementos centrales de su anuncio. En la primera lectura dice San Pedro —y dice el Papa con San Pedro—: «En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier pueblo le es agradable todo el que le teme y obra la justicia. Ha enviado su palabra a los hijos de Israel, anunciando el Evangelio de la paz por medio de Jesucristo, que es Señor de todos». Y en la segunda lectura, San Pablo —y con San Pablo nuestro Papa difunto— nos exhorta con fuerza: «Por tanto, hermanos muy queridos y añorados, mi gozo y mi corona, permaneced así, queridísimos míos, firmes en el Señor». 

«Sígueme». Junto al mandato de apacentar su rebaño, Cristo anunció a Pedro su martirio. Con esta palabra conclusiva y que resume el diálogo sobre el amor y sobre el mandato de pastor universal, el Señor recuerda otro diálogo, que tuvo lugar en la Ultima Cena. En este ocasión, Jesús dijo: «Donde yo voy, vosotros no podéis venir». Pedro dijo: «Señor, ¿dónde vas?». Le respondió Jesús: «Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde». Jesús va de la Cena a la Cruz y a la Resurrección y entra en el misterio pascual; Pedro, sin embargo, todavía no le puede seguir. Ahora —tras la Resurrección— llegó este momento, este "más tarde". Apacentando el rebaño de Cristo, Pedro entra en el misterio pascual, se dirige hacia la Cruz y la Resurrección. El Señor lo dice con estas palabras, «...cuando eras más joven ... ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras». En el primer período de su pontificado el Santo Padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo fue hasta los confines del mundo. Pero después compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez mejor la verdad de las palabras: «Otro te ceñirá...». Y precisamente en esta comunión con el Señor que sufre anunció el Evangelio infatigablemente y con renovada intensidad el misterio del amor hasta el fin. 

Ha interpretado para nosotros el misterio pascual como misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El límite impuesto al mal «es en definitiva la divina misericordia». Y reflexionando sobre el atentado dice: «Cristo, sufriendo por todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien». Animado por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan elocuente y fecundo.

Divina Misericordia: El Santo Padre encontró el reflejo más puro de la misericordia de Dios en la Madre de Dios. El, que había perdido a su madre cuando era muy joven, amó todavía más a la Madre de Dios. Escuchó las palabras del Señor crucificado como si estuvieran dirigidas a él personalmente: «¡Aquí tienes a tu madre!». E hizo como el discípulo predilecto: la acogió en lo íntimo de su ser (eis ta idia: Jn 19,27)-Totus tuus. Y de la madre aprendió a conformarse con Cristo.

Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén.

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EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL PAPA JUAN PABLO II 

3 de abril de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

Durante estos días es particularmente vivo en la Iglesia y en el mundo el recuerdo del siervo de Dios Juan Pablo II en el primer aniversario de su muerte. Con la vigilia mariana de ayer por la noche revivimos el momento preciso en que, hace un año, aconteció su piadosa muerte. Hoy nos reunimos en esta misma plaza de San Pedro para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida.

Saludo con afecto a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a los numerosos peregrinos que han llegado de muchas partes, especialmente de Polonia, para testimoniarle estima, afecto y profundo agradecimiento. Queremos orar por este amado Pontífice, dejándonos iluminar por la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

En la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se nos ha recordado cuál es el destino final de los justos: un destino de felicidad sobreabundante, que recompensa sin medida por los sufrimientos y las pruebas afrontadas a lo largo de la vida. "Dios los puso a prueba —afirma el autor sagrado— y los halló dignos de sí; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto" (Sb 3, 5-6).

La palabra "holocausto" hace referencia al sacrificio en el que la víctima era completamente quemada, consumada por el fuego; por tanto, era signo de ofrenda total a Dios. Esta expresión bíblica nos hace pensar en la misión de Juan Pablo II, que hizo de su existencia un don a Dios y a la Iglesia, y vivió la dimensión sacrificial de su sacerdocio especialmente en la celebración de la Eucaristía.

Entre sus invocaciones más frecuentes destaca una tomada de las "letanías de Jesucristo, sacerdote y víctima", que quiso poner al final del libro "Don y Misterio", publicado con ocasión del 50° aniversario de su sacerdocio (cf. pp. 121-124): "Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam", "Jesús, Pontífice que te entregaste a ti mismo a Dios como ofrenda y víctima, ten misericordia de nosotros". ¡Cuántas veces repitió esta invocación, que expresa bien el carácter íntimamente sacerdotal de toda su vida! Nunca ocultó su deseo de llegar a identificarse cada vez más con Cristo sacerdote mediante el sacrificio eucarístico, manantial de incansable entrega apostólica.

En la base de esta entrega total de sí estaba naturalmente la fe. En la segunda lectura que hemos escuchado, san Pedro utiliza también la imagen del oro probado por el fuego y la aplica a la fe (cf. 1 P 1, 7). Efectivamente, en las dificultades de la vida es probada y verificada sobre todo la calidad de la fe de cada uno: su solidez, su pureza, su coherencia con la vida. Pues bien, el amado Pontífice, al que Dios había dotado de múltiples dones humanos y espirituales, al pasar por el crisol de los trabajos apostólicos y la enfermedad, llegó a ser cada vez más una "roca" en la fe.

Quienes tuvieron ocasión de conocerlo de cerca pudieron palpar en cierto modo su fe sencilla y firme, que, si impresionó a sus más cercanos colaboradores, no dejó de extender, durante su largo pontificado, su influjo benéfico por toda la Iglesia, en un crescendo que alcanzó su culmen en los últimos meses y días de su vida. Una fe convencida, fuerte y auténtica, sin miedos ni componendas, que conquistó el corazón de muchas personas, entre otras razones, gracias a las numerosas peregrinaciones apostólicas por todo el mundo, y especialmente gracias a ese último "viaje" que fue su agonía y su muerte.

La página del evangelio que se ha proclamado nos ayuda a comprender otro aspecto de su personalidad humana y religiosa. Podríamos decir que él, Sucesor de Pedro, imitó de modo singular, entre los Apóstoles, a Juan, el "discípulo amado", que permaneció junto a la cruz al lado de María en la hora del abandono y de la muerte del Redentor. Viéndolos allí cerca —narra el evangelista— Jesús encomendó a Juan a María y viceversa: "Mujer, he ahí a tu hijo. (...) He ahí a tu madre" (Jn 19, 26-27).

Juan Pablo II hizo suyas estas palabras pronunciadas por el Señor poco antes de morir. Como el apóstol evangelista, también él quiso recibir a María en su casa: "et ex illa hora accepit eam discipulus in sua" (Jn 19, 27). La expresión "accepit eam in sua" es singularmente densa: indica la decisión de Juan de hacer a María partícipe de su propia vida hasta el punto de experimentar que, quien abre el corazón a María, en realidad es acogido por ella y llega a ser suyo. El lema elegido por el Papa Juan Pablo II para el escudo de su pontificado, Totus tuus, resume muy bien esta experiencia espiritual y mística, en una vida orientada completamente a Cristo por medio de María: "ad Iesum per Mariam".

Queridos hermanos y hermanas, esta tarde nuestro pensamiento vuelve con emoción al momento de la muerte del amado Pontífice, pero al mismo tiempo el corazón se siente en cierto modo impulsado a mirar adelante. Resuenan en nuestra alma sus repetidas invitaciones a avanzar sin miedo por el camino de la fidelidad al Evangelio para ser heraldos y testigos de Cristo en el tercer milenio.

Vuelven a nuestra mente sus incesantes exhortaciones a cooperar generosamente en la realización de una humanidad más justa y solidaria, a ser artífices de paz y constructores de esperanza. Que nuestra mirada esté siempre fija en Cristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), el cual guía con firmeza a su Iglesia. 

Nosotros hemos creído en su amor, y el encuentro con él es lo que "da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1). Que la fuerza del Espíritu de Jesús sea para todos, queridos hermanos y hermanas, como lo fue para el Papa Juan Pablo II, fuente de paz y de alegría. Y que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a ser, en todas las circunstancias, como él, apóstoles incansables de su Hijo divino y profetas de su amor misericordioso. Amén. 

 

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EN EL SEGUNDO ANIVERSARIO DE LA MUERTE

Lunes 2 de abril de 2007 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

Hace dos años, un poco más tarde de esta hora, partía de este mundo hacia la casa del Padre el amado Papa Juan Pablo II. Con esta celebración queremos ante todo renovar a Dios nuestra acción de gracias por habérnoslo dado durante veintisiete años como padre y guía seguro en la fe, pastor celoso, profeta valiente de esperanza, testigo incansable y servidor apasionado del amor de Dios. Al mismo tiempo, ofrecemos el sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida, con el recuerdo imborrable de la gran devoción con que celebraba los sagrados misterios y adoraba el Sacramento del altar, centro de su vida y de su incansable misión apostólica.

Deseo expresaros mi agradecimiento a todos los que habéis querido participar en esta santa misa. Dirijo un saludo particular al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia, imaginando los sentimientos que se agolpan en este momento en su alma. Saludo a los demás cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas presentes; a los peregrinos que han venido desde Polonia para esta celebración; a los muchos jóvenes a quienes el Papa Juan Pablo II amaba con singular afecto; y a los numerosos fieles que, procedentes de todas las partes de Italia y del mundo, se han dado cita hoy aquí, en la plaza de San Pedro.

El segundo aniversario de la piadosa muerte de este amado Pontífice se celebra en un contexto muy propicio al recogimiento y a la oración, pues ayer, con el domingo de Ramos, hemos entrado en la Semana santa, y la liturgia nos hace revivir los últimos días de la vida terrena del Señor Jesús. Hoy nos conduce a Betania, donde, precisamente "seis días antes de la Pascua", como anota el evangelista san Juan, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro.

El relato evangélico confiere un intenso clima pascual a nuestra meditación: la cena de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cf. Jn 12, 7). Pero también es anuncio de la resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte.

Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena de Betania encierra una emotiva resonancia, llena de afecto y devoción; una mezcla de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya cercana; y amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían temer las tramas de los judíos, que querían la muerte de Jesús, y las amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte se proyectaba. 

En este pasaje evangélico hay un gesto sobre el que se centra nuestra atención, y que también ahora habla de modo singular a nuestro corazón: en un momento determinado, María de Betania, "tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos" (Jn 12, 3). Es uno de los detalles de la vida de Jesús que san Juan recogió en la memoria de su corazón y que contienen una inagotable fuerza expresiva. Habla del amor a Cristo, un amor sobreabundante, pródigo, como el ungüento "muy caro" derramado sobre sus pies. Un hecho que, sintomáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.

Para nosotros, reunidos en oración para recordar a mi venerado predecesor, el gesto de la unción de María de Betania entraña ecos y sugerencias espirituales. Evoca el luminoso testimonio que Juan Pablo II dio de un amor a Cristo sin reservas y sin escatimar sacrificios. El "perfume" de su amor "llenó toda la casa" (Jn 12, 3), es decir, toda la Iglesia. Ciertamente, resultamos beneficiados nosotros, que estuvimos cerca de él, y por esto damos gracias a Dios, pero también pudieron gozar de él todos los que lo conocieron de lejos, porque el amor del Papa Wojtyla a Cristo era tan fuerte e intenso que rebosó, podríamos decir, a todas las regiones del mundo. 

La estima, el respeto y el afecto que creyentes y no creyentes le expresaron a su muerte, ¿no son acaso un testimonio elocuente? San Agustín, comentando este pasaje del evangelio de san Juan, escribe: "La casa se llenó de perfume; es decir, el mundo se llenó de la buena fama. El buen olor es la buena fama... Por mérito de los buenos cristianos, el nombre del Señor es alabado" (In Io. evang. tr., 50, 7). Es verdad: el intenso y fecundo ministerio pastoral, y más aún el calvario de la agonía y la serena muerte de nuestro amado Papa, dieron a conocer a los hombres de nuestro tiempo que Jesucristo era de verdad su "todo".

La fecundidad de este testimonio, como sabemos, depende de la cruz. En la vida de Karol Wojtyla la palabra "cruz" no fue sólo una palabra. Desde su infancia y su juventud experimentó el dolor y la muerte. Como sacerdote y como obispo, y sobre todo como Sumo Pontífice, se tomó muy en serio la última llamada de Cristo resucitado a Simón Pedro, en la ribera del lago de Galilea: "Sígueme... Tú sígueme" (Jn 21, 19. 22). Especialmente en el lento pero implacable avance de la enfermedad, que poco a poco lo despojó de todo, su existencia se transformó en una ofrenda completa a Cristo, anuncio vivo de su pasión, con la esperanza llena de fe en la resurrección.

Su pontificado se desarrolló bajo el signo de la "prodigalidad", de una entrega generosa y sin reservas. Lo movía únicamente el amor místico a Cristo, a Aquel que, el 16 de octubre de 1978, lo había llamado con las palabras del ceremonial: "Magister adest et vocat te", "el Maestro está aquí y te llama". El 2 de abril de 2005, el Maestro volvió a llamarlo, esta vez sin intermediarios, para llevarlo a casa, a la casa del Padre. Y él, una vez más, respondió prontamente con su corazón intrépido, y susurró: "Dejadme ir al Señor" (cf. S. Dziwisz, Una vita con Karol, p. 223).

Desde mucho tiempo antes se preparaba para este último encuentro con Jesús, como lo atestiguan las diversas redacciones de su Testamento. Durante los largos ratos de oración en su capilla privada hablaba con él, abandonándose totalmente a su voluntad, y se encomendaba a María, repitiendo el Totus tuus. Como su divino Maestro, vivió su agonía en oración. Durante el último día de su vida, víspera del domingo de la Misericordia divina, pidió que se le leyera precisamente el evangelio de san Juan. Con la ayuda de las personas que lo acompañaban, quiso participar en todas las oraciones diarias y en la liturgia de las Horas, hacer la adoración y la meditación. Murió orando. Verdaderamente, se durmió en el Señor.

"Y toda la casa se llenó del olor del perfume" (Jn 12, 3). Volvamos a esta anotación, tan sugestiva, del evangelista san Juan. El perfume de la fe, de la esperanza y de la caridad del Papa llenó su casa, llenó la plaza de San Pedro, llenó la Iglesia y se difundió por el mundo entero. Lo que aconteció después de su muerte fue, para quien cree, efecto de aquel "perfume" que llegó a todos, cercanos y lejanos, y los atrajo hacia un hombre que Dios había configurado progresivamente con su Cristo. 

Por eso, podemos aplicarle a él las palabras del primer canto del Siervo del Señor, que hemos escuchado en la primera lectura: "Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones" (Is 42, 1). "Siervo de Dios": es lo que fue, y así lo llamamos ahora en la Iglesia, mientras se desarrolla con rapidez su proceso de beatificación: precisamente esta mañana se ha clausurado la investigación diocesana sobre su vida, sus virtudes y su fama de santidad.

"Siervo de Dios" es un título particularmente apropiado para él. El Señor lo llamó a su servicio por el camino del sacerdocio y le abrió poco a poco horizontes cada vez más amplios: desde su diócesis hasta la Iglesia universal. Esta dimensión de universalidad alcanzó su máxima extensión en el momento de su muerte, acontecimiento que el mundo entero vivió con una participación nunca vista en la historia.

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo responsorial ha puesto en nuestros labios palabras llenas de confianza. En la comunión de los santos, nos parece escuchar la viva voz del amado Juan Pablo II, que desde la casa del Padre —estamos seguros— no deja de acompañar el camino de la Iglesia: "Espera en el Señor, sé valiente; ten ánimo, espera en el Señor" (Sal 26, 14).

Sí, tengamos ánimo, queridos hermanos y hermanas; que nuestro corazón esté lleno de esperanza. Con esta invitación en el corazón prosigamos la celebración eucarística, vislumbrando ya la luz de la Resurrección de Cristo, que brillará en la Vigilia pascual después de la dramática oscuridad del Viernes santo.

Que el Totus tuus del amado Pontífice nos estimule a seguirlo por la senda de la entrega de nosotros mismos a Cristo por intercesión de María, y nos lo obtenga precisamente ella, la Virgen santísima, mientras encomendamos a sus manos maternales a este padre, hermano y amigo nuestro, para que en Dios descanse y goce en paz. Amén. 

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EN EL TERCER ANIVERSARIO DE LA MUERTE

Miércoles 2 de abril de 2008

Queridos hermanos y hermanas: 

La fecha del 2 de abril ha quedado grabada en la memoria de la Iglesia como el día de la partida de este mundo del siervo de Dios Papa Juan Pablo II. Revivimos con emoción las horas de aquel sábado por la noche, cuando la gran multitud en oración que llenaba la plaza de San Pedro recibió la noticia de su muerte. Durante varios días la basílica vaticana y esta plaza fueron realmente el corazón del mundo. Un río ininterrumpido de peregrinos rindió homenaje a los restos mortales del venerado Pontífice y su funeral constituyó un testimonio ulterior de la estima y del afecto que había conquistado en el corazón de numerosísimos creyentes y personas de todas las partes de la tierra. 

Como hace tres años, también hoy no ha pasado mucho tiempo desde la Pascua. El corazón de la Iglesia está aún profundamente inmerso en el misterio de la resurrección del Señor. En verdad, podemos leer toda la vida de mi amado predecesor, especialmente su ministerio petrino, bajo el signo de Cristo resucitado. Albergaba una fe extraordinaria en él, y con él mantenía una conversación íntima, singular e ininterrumpida. 

En efecto, entre sus numerosas cualidades humanas y sobrenaturales tenía también la de una excepcional sensibilidad espiritual y mística. Bastaba observarlo cuando oraba: se sumergía literalmente en Dios y parecía que en aquellos momentos todo lo demás le resultaba ajeno. En las celebraciones litúrgicas estaba atento al misterio que se realizaba, con una notable capacidad de captar la elocuencia de la palabra de Dios en el devenir de la historia, en el nivel profundo del plan de Dios. La santa misa, como repetía a menudo, era para él el centro de cada jornada y de toda su vida. La realidad "viva y santa" de la Eucaristía le daba la energía espiritual para guiar al pueblo de Dios por el camino de la historia. 

Juan Pablo II murió en la vigilia del segundo domingo de Pascua, cuando se iniciaba el "día que hizo el Señor". Su agonía se desarrolló enteramente dentro de este "día", en este espacio-tiempo nuevo que es el "octavo día", querido por la santísima Trinidad mediante la obra del Verbo encarnado, muerto y resucitado. 

El Papa Juan Pablo II mostró repetidamente que ya desde antes, durante su vida, y especialmente en el desempeño de su misión de Sumo Pontífice, se encontraba inmerso de algún modo en esta dimensión espiritual. En efecto, su pontificado, en su conjunto y en muchos momentos específicos, se presenta como un signo y un testimonio de la resurrección de Cristo. El dinamismo pascual que hizo de la existencia de Juan Pablo II una respuesta total a la llamada del Señor no podía expresarse sin participación en los sufrimientos y en la muerte del divino Maestro y Redentor. 

"Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él" (2 Tm 2, 11-12). Desde niño, Karol Wojtyla había experimentado la verdad de estas palabras, encontrando la cruz a lo largo de su camino, en su familia y en su pueblo. Pronto decidió cargarla juntamente con Jesús, siguiendo sus huellas. Quiso ser su fiel servidor hasta acoger la llamada al sacerdocio como don y compromiso de toda la vida. Con él vivió y con él quiso también morir. Y todo ello a través de la singular mediación de María santísima, Madre de la Iglesia, Madre del Redentor, asociada de forma íntima y efectiva a su misterio salvífico de muerte y resurrección. 

En esta reflexión evocativa nos guían las lecturas bíblicas que se acaban de proclamar: "¡No tengáis miedo!" (Mt 28, 5). Las palabras del ángel de la resurrección, que acabamos de escuchar, dirigidas a las mujeres junto al sepulcro vacío, se convirtieron en una especie de lema en labios del Papa Juan Pablo II, desde el inicio solemne de su ministerio petrino. Las repitió muchas veces a la Iglesia y a la humanidad en camino hacia el año 2000, luego durante aquella meta histórica, y también después, en el alba del tercer milenio. Siempre las pronunció con inflexible firmeza, primero blandiendo el báculo pastoral que culmina en la cruz y luego, cuando sus energías físicas estaban decayendo, casi agarrándose a él, hasta aquel último Viernes santo en el que participó en el vía crucis desde su capilla privada estrechando la cruz entre sus brazos. 

No podemos olvidar ese último y silencioso testimonio de amor a Jesús. También esa elocuente escena de sufrimiento humano y de fe, en aquel último Viernes santo, indicaba a los creyentes y al mundo el secreto de toda la vida cristiana. Su "¡No tengáis miedo!" no se apoyaba en las fuerzas humanas, ni en los éxitos obtenidos, sino solamente en la palabra de Dios, en la cruz y en la resurrección de Cristo. 

Este abandono en Cristo se puso de manifiesto de un modo cada vez más evidente a medida que era despojado de todo, al final incluso de la palabra misma. Como aconteció a Jesús, también a Juan Pablo II, al final, las palabras dejaron su lugar al sacrificio extremo, al don de sí mismo. Y la muerte fue el sello de una existencia totalmente entregada a Cristo, configurada a él incluso físicamente por los rasgos del sufrimiento y del abandono confiado en los brazos del Padre celestial. Como atestiguan los que estuvieron cerca de él, sus últimas palabras fueron: "Dejad que vaya al Padre"; así culminaba una vida totalmente orientada a conocer y contemplar el rostro del Señor.

Venerados y queridos hermanos, os doy a todos las gracias por haberos unido a mí en esta santa misa de sufragio por el amado Juan Pablo II. Saludo en particular a los participantes en el primer Congreso mundial sobre la Misericordia divina, que comienza precisamente hoy, en el que se quiere profundizar su rico magisterio sobre este tema. Como dijo él mismo, la misericordia de Dios es una clave de lectura privilegiada de su pontificado. Quería que el mensaje del amor misericordioso de Dios llegara a todos los hombres y exhortaba a los fieles a ser sus testigos (cf. Homilía durante la consagración del santuario de la Misericordia divina en Cracovia-Lagiewniki, 17 de agosto de 2002: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4). Por eso quiso elevar al honor de los altares a sor Faustina Kowalska, humilde religiosa que por misterioso designio de Dios se convirtió en mensajera profética de la Misericordia divina.

El siervo de Dios Juan Pablo II había conocido y vivido personalmente las enormes tragedias del siglo XX, y durante mucho tiempo se preguntó qué podía detener la marea del mal. La única respuesta posible era el amor de Dios. En efecto, sólo la Misericordia divina puede poner un límite al mal; sólo el amor todopoderoso de Dios puede derrotar la prepotencia de los malvados y el poder destructor del egoísmo y del odio. Por eso, durante la última visita a Polonia, al volver a su tierra natal, dijo: "Fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (ib.). 

Demos gracias al Señor por haber hecho a la Iglesia el don de este fiel y valiente servidor suyo. Alabemos y bendigamos a la santísima Virgen María por haber velado sin cesar sobre su persona y su ministerio, en beneficio del pueblo cristiano y de la humanidad entera. Y, a la vez que ofrecemos por su alma elegida el sacrificio redentor, le pedimos que continúe intercediendo desde el cielo por cada uno de nosotros, a los que la Providencia ha llamado a recoger su inestimable herencia espiritual, y por mí de modo especial. 

Quiera Dios que la Iglesia, siguiendo sus enseñanzas y sus ejemplos, prosiga fielmente y sin componendas su misión evangelizadora, difundiendo incansablemente el amor misericordioso de Cristo, fuente de verdadera paz para el mundo entero. Amén. 

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EN EL CUARTO ANIVERSARIO DE LA MUERTE

Jueves 2 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas: 

Hace cuatro años, precisamente en este día, mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II concluyó su peregrinación en la tierra, después de un largo período de gran sufrimiento. Celebramos la santa Eucaristía en sufragio de su alma, mientras damos gracias al Señor por haberlo dado a la Iglesia, durante tantos años, como Pastor celoso y generoso. Nos reúne esta tarde su recuerdo, que sigue vivo en el corazón de la gente, como lo demuestra también la peregrinación ininterrumpida de fieles a su tumba, en la cripta vaticana. Por tanto, presido con emoción y alegría esta santa misa, a la vez que os saludo y agradezco vuestra presencia, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, así como a vosotros, queridos fieles que habéis venido de diversas partes del mundo, especialmente de Polonia, con ocasión de este significativo aniversario.

Saludo a los polacos y, en particular, a la juventud polaca. En el cuarto aniversario de la muerte de Juan Pablo II acoged su llamamiento: "No tengáis miedo de entregaros a Cristo. Él os guiará, os dará la fuerza para seguirlo todos los días y en cada situación" (Tor Vergata, Vigilia de oración, 19 de agosto de 2000: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de agosto de 2000, p. 12). Que este pensamiento del siervo de Dios os guíe por los caminos de vuestra vida, y os conduzca a la felicidad de la mañana de la Resurrección. 

Saludo al cardenal vicario, al cardenal arzobispo de Cracovia, el querido cardenal Stanislaw, y a los demás cardenales y prelados; saludo a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas. Os saludo de modo especial a vosotros, queridos jóvenes de Roma, que con esta celebración os preparáis para la Jornada mundial de la juventud, que viviremos juntos el domingo próximo, domingo de Ramos. Vuestra presencia me trae a la memoria el entusiasmo que Juan Pablo II sabía infundir en las nuevas generaciones. Su recuerdo es un estímulo para todos nosotros, reunidos en esta basílica donde en muchas ocasiones celebró la Eucaristía, para dejarnos iluminar e interpelar por la Palabra de Dios, que se acaba de proclamar. 

El pasaje evangélico de este jueves de la quinta semana de Cuaresma propone a nuestra meditación la última parte del capítulo 8 de san Juan, que, como hemos escuchado, contiene una larga disputa sobre la identidad de Jesús. Poco antes él se había presentado como "la luz del mundo" (v. 12), usando tres veces (vv. 24.28.58) la expresión "Yo soy", que en sentido fuerte alude al nombre de Dios revelado a Moisés (cf. Ex 3, 14). Y añade: "Si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás" (v. 51), declarando así que había sido enviado por Dios, que es su Padre, a traer a los hombres la libertad radical del pecado y de la muerte, indispensable para entrar en la vida eterna. 

Sin embargo, sus palabras hieren el orgullo de sus interlocutores; también la referencia al gran patriarca Abraham se convierte en motivo de conflicto. "En verdad, en verdad os digo —afirma el Señor—: antes de que Abraham existiera, Yo soy" (Jn 8, 58). Sin medios términos, declara su preexistencia y, por tanto, su superioridad con respecto a Abraham, suscitando —comprensiblemente— la reacción escandalizada de los judíos. Pero Jesús no puede callar su propia identidad; sabe que, al final, será el Padre mismo quien le dará la razón, glorificándolo con la muerte y la resurrección, porque, precisamente cuando sea elevado en la cruz, se revelará como el Hijo unigénito de Dios (cf. Jn 8, 28; Mc 15, 39). 

Queridos amigos, al meditar en esta página del Evangelio de san Juan, surge de forma espontánea la consideración de que realmente es muy difícil dar testimonio de Cristo. Y el pensamiento se dirige al amado siervo de Dios Karol Wojtyla, Juan Pablo II, que desde joven se mostró intrépido y audaz defensor de Cristo: no dudó en gastar todas sus energías por él con el fin de difundir por todas partes su luz; no aceptó ceder a componendas cuando se trataba de proclamar y defender su Verdad; no se cansó nunca de difundir su amor. Desde el inicio de su pontificado hasta el 2 de abril de 2005, no tuvo miedo de proclamar, a todos y siempre, que sólo Jesús es el Salvador y el verdadero Liberador del hombre y de todo el hombre. 

En la primera lectura escuchamos las palabras dirigidas a Abraham: "Te haré muy fecundo" (Gn 17, 6). Si testimoniar la propia adhesión al Evangelio nunca es fácil, ciertamente conforta la certeza de que Dios hace fecundo nuestro empeño, cuando es sincero y generoso. También desde este punto de vista nos parece significativa la experiencia espiritual del siervo de Dios Juan Pablo II. Contemplando su existencia, vemos realizada en ella la promesa de fecundidad hecha por Dios a Abraham, de la que se hace eco la primera lectura, tomada del libro del Génesis. 

Se podría decir que, especialmente en los años de su largo pontificado, él engendró para la fe a muchos hijos e hijas. De ello sois signo visible vosotros, queridos jóvenes presentes esta tarde: vosotros, jóvenes de Roma, y vosotros, jóvenes llegados de Sydney y de Madrid, que representáis idealmente a las multitudes de chicos y chicas que participaron en las veintitrés Jornadas mundiales de la juventud que se han celebrado ya en diversas partes del mundo. ¡Cuántas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, cuántas jóvenes familias decididas a vivir el ideal evangélico y a tender a la santidad están vinculadas al testimonio y a la predicación de mi venerado predecesor! ¡Cuántos chicos y chicas se han convertido o han perseverado en su camino cristiano gracias a su oración, a su ánimo, a su apoyo y a su ejemplo! 

Es verdad. Juan Pablo II lograba comunicar una fuerte carga de esperanza, fundada en la fe en Jesucristo, que "es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), como rezaba el lema del gran jubileo del año 2000. Como padre afectuoso y atento educador, indicaba puntos de referencia seguros y firmes, indispensables para todos, de modo especial para la juventud. Y en la hora de la agonía y de la muerte, esta nueva generación quiso manifestarle que había comprendido sus enseñanzas, recogiéndose silenciosamente en oración en la plaza de San Pedro y en muchos otros lugares del mundo. Los jóvenes sentían que su muerte constituía una pérdida: moría "su" Papa, al que consideraban "su padre" en la fe. Al mismo tiempo, advertían que les dejaba en herencia su valor y la coherencia de su testimonio. 

¿No había subrayado muchas veces la necesidad de una adhesión radical al Evangelio, exhortando a adultos y jóvenes a tomar en serio esta responsabilidad educativa común? Como sabéis, yo también he querido retomar este anhelo suyo, hablando en diversas ocasiones de la emergencia educativa que concierne hoy a las familias, a la Iglesia, a la sociedad y especialmente a las nuevas generaciones. En la edad del crecimiento, los muchachos necesitan adultos capaces de proponerles principios y valores; sienten la necesidad de personas que sepan enseñar con la vida, antes que con las palabras, a gastarse por altos ideales. 

¿Pero de dónde sacar la luz y la sabiduría para llevar a cabo esta misión, que implica a todos en la Iglesia y en la sociedad? Ciertamente, no basta aprovechar los recursos humanos; es necesario fiarse también y en primer lugar de la ayuda divina. "El Señor es fiel por siempre": así hemos rezado hace poco en el Salmo responsorial, seguros de que Dios nunca abandona a quienes permanecen fieles a él. Esto nos recuerda el tema de la 24ª Jornada mundial de la juventud, que se celebrará a nivel diocesano el domingo próximo. Está tomado de la primera carta de san Pablo a Timoteo: "Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo" (1 Tm 4, 10). El Apóstol habla en nombre de la comunidad cristiana, en nombre de cuantos han creído en Cristo y son diversos de "los demás que no tienen esperanza" (1 Ts 4, 13), precisamente porque esperan, es decir, tienen confianza en el futuro, una confianza que no se basa sólo en ideas o previsiones humanas, sino en Dios, en el "Dios vivo". 

Queridos jóvenes, no se puede vivir sin esperar. La experiencia muestra que todo, incluida nuestra vida misma, corre peligro, puede derrumbarse por cualquier motivo interno o externo a nosotros, en cualquier momento. Es normal: todo lo humano, y por tanto también la esperanza, no tiene fundamento en sí mismo, sino que necesita una "roca" en la cual apoyarse. Por eso, san Pablo escribe que los cristianos están llamados a fundar la esperanza humana en el "Dios vivo". Sólo en él es segura y fiable. Más aún, sólo Dios, que en Jesucristo nos ha revelado la plenitud de su amor, puede ser nuestra esperanza firme, pues en él, nuestra esperanza, hemos sido salvados (cf. Rm 8, 24).

Pero, prestad atención: en momentos como este, dado el contexto cultural y social en que vivimos, podría ser más fuerte el riesgo de reducir la esperanza cristiana a una ideología, a un eslogan de grupo, a un revestimiento exterior. Nada más contrario al mensaje de Jesús. Él no quiere que sus discípulos "representen un papel", quizás el de la esperanza. Quiere que "sean" esperanza, y sólo pueden serlo si permanecen unidos a él. Quiere que cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, sea una pequeña fuente de esperanza para su prójimo, y que todos juntos seáis un oasis de esperanza para la sociedad dentro de la cual estáis insertados. 

Ahora bien, esto es posible con una condición: que viváis de él y en él, mediante la oración y los sacramentos, como os he escrito en el Mensaje de este año. Si las palabras de Cristo permanecen en nosotros, podemos propagar la llama del amor que él ha encendido en la tierra; podemos enarbolar la antorcha de la fe y de la esperanza, con la que avanzamos hacia él, mientras esperamos su vuelta gloriosa al final de los tiempos. Es la antorcha que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado en herencia. Me la entregó a mí, como sucesor suyo; y yo esta tarde la entrego idealmente, una vez más, de un modo especial a vosotros, jóvenes de Roma, para que sigáis siendo centinelas de la mañana, vigilantes y gozosos en esta alba del tercer milenio. Responded generosamente al llamamiento de Cristo. En particular, durante el Año sacerdotal que comenzará el 19 de junio próximo, si Jesús os llama, estad prontos y dispuestos a seguirlo en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada. 

"Este es el momento favorable, este es el día de la salvación". En la aclamación antes del Evangelio, la liturgia nos ha exhortado a renovar ahora —y en cada instante es "momento favorable"— nuestra decidida voluntad de seguir a Cristo, seguros de que él es nuestra salvación. Este es, en el fondo, el mensaje que nos repite esta tarde el querido Papa Juan Pablo II. Mientras encomendamos su alma elegida a la intercesión maternal de la Virgen María, a la que siempre amó tiernamente, esperamos vivamente que desde el cielo no cese de acompañarnos y de interceder por nosotros. Que nos ayude a cada uno de nosotros a vivir repitiendo día tras día a Dios, como él hizo, por medio de María, con plena confianza: Totus tuus! Amén. 

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EN EL QUINTO ANIVERSARIO DE LA MUERTE

Lunes 29 de marzo de 2010

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

Nos hemos reunido en torno al altar, junto a la tumba del apóstol san Pedro, para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio por el alma elegida del venerable Juan Pablo II, en el quinto aniversario de su muerte. Lo hacemos con algunos días de antelación porque el 2 de abril será este año Viernes santo. Estamos, por lo tanto, en Semana santa, contexto muy propicio para el recogimiento y la oración, en el que la liturgia nos permite revivir con mayor intensidad los últimos días de la vida terrena de Jesús. Deseo expresaros mi agradecimiento a todos vosotros, que participáis en esta santa misa. Saludo cordialmente a los cardenales —de manera especial al arzobispo Stanislaw Dziwisz—, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, así como a los peregrinos que han llegado para la ocasión desde Polonia, a los muchos jóvenes y a los numerosos fieles que no han querido faltar a esta celebración. 

En la primera lectura bíblica que se ha proclamado, el profeta Isaías presenta la figura de un "siervo de Dios" que es a la vez su elegido, en quien se complace. El siervo actuará con firmeza inquebrantable, con una energía que no desfallece hasta que él haya cumplido la tarea que se le ha confiado. Sin embargo, no tendrá a su disposición los medios humanos que parecen indispensables para la realización de un plan tan grandioso. Él se presentará con la fuerza de la convicción, y será el Espíritu que Dios ha puesto en él quien le dará la capacidad de obrar con suavidad y con fuerza, asegurándole el éxito final. Lo que el profeta inspirado dice del siervo lo podemos aplicar al amado Juan Pablo II: el Señor lo llamó a su servicio y, confiándole tareas de responsabilidad cada vez mayor, lo acompañó también con su gracia y con su asistencia continua. Durante su largo pontificado, se prodigó en proclamar el derecho con firmeza, sin debilidades ni titubeos, sobre todo cuando tenía que afrontar resistencias, hostilidades y rechazos. Sabía que el Señor lo había tomado de la mano, y esto le permitió ejercer un ministerio muy fecundo, por el que, una vez más, damos fervientes gracias a Dios. 

El Evangelio recién proclamado nos conduce a Betania, donde, como apunta el evangelista, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro (cf. Jn 12, 1). Este banquete en casa de los tres amigos de Jesús se caracteriza por los presentimientos de la muerte inminente: los seis días antes de Pascua, la insinuación del traidor Judas, la respuesta de Jesús que recuerda uno de los piadosos actos de la sepultura anticipado por María, la alusión a que no lo tendrían siempre con ellos, el propósito de eliminar a Lázaro, en el que se refleja la voluntad de matar a Jesús. En este relato evangélico hay un gesto sobre el que deseo llamar la atención: María de Betania, "tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos" (12, 3). El gesto de María es la expresión de fe y de amor grandes por el Señor: para ella no es suficiente lavar los pies del Maestro con agua, sino que los unge con una gran cantidad de perfume precioso que —como protestará Judas— se habría podido vender por trescientos denarios; y no unge la cabeza, como era costumbre, sino los pies: María ofrece a Jesús cuanto tiene de mayor valor y lo hace con un gesto de profunda devoción. El amor no calcula, no mide, no repara en gastos, no pone barreras, sino que sabe donar con alegría, busca sólo el bien del otro, vence la mezquindad, la cicatería, los resentimientos, la cerrazón que el hombre lleva a veces en su corazón.

María se pone a los pies de Jesús en humilde actitud de servicio, como hará el propio Maestro en la última Cena, cuando, como dice el cuarto Evangelio, "se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies de los discípulos" (Jn 13, 4-5), para que —dijo— "también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (v. 15): la regla de la comunidad de Jesús es la del amor que sabe servir hasta el don de la vida. Y el perfume se difunde: "Toda la casa —anota el evangelista— se llenó del olor del perfume" (Jn 12, 3). El significado del gesto de María, que es respuesta al amor infinito de Dios, se expande entre todos los convidados; todo gesto de caridad y de devoción auténtica a Cristo no se limita a un hecho personal, no se refiere sólo a la relación entre el individuo y el Señor, sino a todo el cuerpo de la Iglesia; es contagioso: infunde amor, alegría y luz. 

"Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron" (Jn 1, 11): al acto de María se contraponen la actitud y las palabras de Judas, quien, bajo el pretexto de la ayuda a los pobres oculta el egoísmo y la falsedad del hombre cerrado en sí mismo, encadenado por la avidez de la posesión, que no se deja envolver por el buen perfume del amor divino. Judas calcula allí donde no se puede calcular, entra con ánimo mezquino en el espacio reservado al amor, al don, a la entrega total. Y Jesús, que hasta aquel momento había permanecido en silencio, interviene a favor del gesto de María: "Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura" (Jn 12, 7). Jesús comprende que María ha intuido el amor de Dios e indica que ya se acerca su "hora", la "hora" en la que el Amor hallará su expresión suprema en el madero de la cruz: el Hijo de Dios se entrega a sí mismo para que el hombre tenga vida, desciende a los abismos de la muerte para llevar al hombre a las alturas de Dios, no teme humillarse "haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2, 8). San Agustín, en el Sermón en el que comenta este pasaje evangélico, nos dirige a cada uno, con palabras apremiantes, la invitación a entrar en este circuito de amor, imitando el gesto de María y situándonos concretamente en el seguimiento de Jesús. Escribe san Agustín: "Toda alma que quiera ser fiel, únase a María para ungir con perfume precioso los pies del Señor... Unja los pies de Jesús: siga las huellas del Señor llevando una vida digna. Seque los pies con los cabellos: si tienes cosas superfluas, dalas a los pobres, y habrás enjugado los pies del Señor" (In Ioh. evang., 50, 6). 

Queridos hermanos y hermanas, toda la vida del venerable Juan Pablo II se desarrolló en el signo de esta caridad, de la capacidad de entregarse de manera generosa, sin reservas, sin medida, sin cálculo. Lo que lo movía era el amor a Cristo, a quien había consagrado su vida, un amor sobreabundante e incondicional. Y precisamente porque se acercó cada vez más a Dios en el amor, pudo hacerse compañero de viaje para el hombre de hoy, extendiendo en el mundo el perfume del amor de Dios. Quien tuvo la alegría de conocerlo y frecuentarlo, pudo palpar cuán viva era en él la certeza "de contemplar la bondad del Señor en la tierra de los vivos", como hemos escuchado en el Salmo responsorial (27, 13); certeza que lo acompañó a lo largo de toda su vida y que, de forma especial, se manifestó durante el último período de su peregrinación terrena: de hecho, la progresiva debilidad física jamás hizo mella en su fe inconmovible, en su luminosa esperanza, en su ferviente caridad. Se dejó consumir por Cristo, por la Iglesia, por el mundo entero: el suyo fue un sufrimiento vivido hasta el final por amor y con amor. 

En la homilía con ocasión del XXV aniversario de su pontificado, confió que en el momento de la elección había sentido fuertemente en su corazón la pregunta de Jesús a Pedro: "¿Me amas? ¿Me amas más que estos...?" (Jn 21, 15-16); y añadió: "Cada día se repite en mi corazón el mismo diálogo entre Jesús y Pedro. En espíritu, contemplo la mirada benévola de Cristo resucitado. Él, consciente de mi fragilidad humana, me anima a responder con confianza, como Pedro: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero" (Jn 21, 17). Y después me invita a asumir las responsabilidades que él mismo me ha confiado" (16 de octubre de 2003: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de octubre de 2003, p. 3). Son palabras cargadas de fe y de amor, el amor de Dios, que todo lo vence. 

Deseo, por último, saludar a los polacos aquí presentes. Os reunís numerosos en torno a la tumba del venerable siervo de Dios con un sentimiento especial, como hijas e hijos de la misma tierra, formados en la misma cultura y tradición espiritual. La vida y la obra de Juan Pablo II, gran polaco, puede ser para vosotros un motivo de orgullo. Pero es necesario que recordéis que representa asimismo una gran llamada a ser testigos fieles de la fe, de la esperanza y del amor que él enseñó sin cesar. Que por intercesión de Juan Pablo II os sostenga siempre la bendición del Señor. 

Mientras proseguimos la celebración eucarística, disponiéndonos a vivir los días gloriosos de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, encomendémonos con confianza —a ejemplo del venerable Juan Pablo II— a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, para que nos sostenga en el compromiso de ser, en toda circunstancia, apóstoles incansables de su Hijo divino y de su Amor misericordioso. Amén.