Con una tijera en las manos

Manuel Saavedra se dedica desde hace 24 años a ofrecer un servicio difìcil de rehusar: el corte de cabello. Antes de ser peluquero, su vida transcurría como marinero de guerra, oficio al que se dedicó 17 años y en el que pensaba se jubilaría. Pero un día el timón de su vida viró insospechadamente hacia terrenos que, poco a poco, logró comprender.

La avenida Cuba, en Jesús María, es una de esas callecitas tranquilas, como la mayoría en ese distrito. En la cuadra 12 se ubica la Peluquería Césars, un local común a simple vista, pero no para el observador atento que pose sus ojos sobre las mesitas o las paredes. Manuel tiene 59 años y es el dueño de la peluquería. Es un hombre de baja estatura, que usa unos gruesos lentes, y que se muestra cordial y afable. 

¿Cómo llegaste a conocer el Opus Dei?

Me he dedicado 17 años a la Marina de Guerra del Perú y un día tuve la inquietud de abrirme camino por mi cuenta. Inexplicablemente un día de 1984 incursioné en este oficio. Yo vivía con mi familia (tiene seis hijos) en Comas. Por esa época en ese distrito faltaban dos negocios: peluquerías y renovadoras de zapatos. Yo invertí el capital que había juntado como marinero en implementar una peluquería. Trabajé en Comas buen tiempo hasta que un día de 1999 mi hijo Carlos me invitó a ir a uno de los centros culturales. Desde entonces no he dejado de asistir ningún fin de semana.

¿Qué fue lo que te atrajo del espíritu del Opus Dei?

Allí encontré algo que me impactó. Desde que empecé con el negocio de la peluquería, siempre, por las noches me preguntaba: ¿Qué hago como peluquero? A estas alturas mi promoción de la marina ya debe estar regresando de baja, con buenos sueldos y hartas satisfacciones. ¿Y yo qué? ¿Qué hago como peluquero? Hasta que un día uno de mis clientes me pidió consejo porque estaba pasando por una serie de problemas. Entonces puse en práctica todo lo que había aprendido en las charlas de los centros. Al tiempo, el cliente volvió a la peluquería a darme las gracias y me preguntó a qué iglesia pertenecía. Le dije que a la verdadera. Desde entonces comprendí que Dios me había puesto allí para hacer apostolado desde la peluquería.

¿Cómo haces para poner en práctica esa espiritualidad en tu trabajo?

Empecé por decorar el local con las imágenes de nuestro fundador y facilitarle a la gente libros para cultivar su espiritualidad y mejorar su vida. Desde entonces he repartido más de 200 estampas de San Josemaría Escrivá y decenas de libros son consultados por los clientes. Algunos libros se los han llevado, incluso, a su casa. También procuro que la gente se entere de la labor del Opus Dei mediante boletines que les facilito y que –de paso– sirven para que los clientes se entretengan mientras esperan su turno. Desde entonces, muchos clientes han bautizado a sus hijos, se han casado, han empezado a acudir a los medios de formaciòn que brinda el Opus Dei.

¿Cómo procuras acercar a tus amigos a Dios?

Al inicio no te creen, se ríen de ti y te miran raro. Pero poco a poco se van dando cuenta de que pese a que ignoro muchas cosas, tengo algo que a ellos les falta: la preparación espiritual, la paz y la serenidad para afrontar los problemas. De esa manera ellos acuden a mí: por consejo y yo aprendo de ellos lo que saben. Acá llegan médicos, abogados, etc.

¿Cómo llevas este espíritu a tu vida familiar?

Al inicio fue difícil que mi familia se acostumbrara a ver a un Manuel más tranquilo, que ya no bebía y que estaba cambiando en sus hábitos, que era más tranquilo y dedicado a la vida espiritual. Creo que eso afecta a cualquiera. Pero con constancia intento transmitir este espíritu a mi familia. Mi hija, por ejemplo, también forma parte del Opus Dei. El resto de mis hijos trata de encaminarse por el lado correcto, y es allí donde yo apunto. Intento ayudarlos y llevarlos por el camino del bien.

¿Qué favores te ha concedido San Josemaría?

Muchos, pero te contaré sólo uno pequeño porque a él le gustan las cosas pequeñas, ordinarias. Un día estaba cambiando un foco de una lámpara de techo de mi casa, subido en una escalera. Era el último de cuatro que estaba instalando. Ya me dolía la espalda y la vista la tenía cansada. Con una mano sostenía el plato y con el otro atornillaba. Cuando sólo quedaba un tornillo éste tambaleó y estaba a punto de caer, lo que significaba que tenía que desmontar lo ya iniciado. En ese momento pensé en que debía bajar y volver a subir, y hacer el doble trabajo. Me encomendé a San Josemaría para que no se cayera el tornillo y pudiera terminar. Y el perno cayó –casi milagrosamente– en la punta del alicate que estaba sujeto en la escalera y así pude volver a tomarlo y terminar la obra. Una pequeñez que reafirmó mi devoción a San Josemaría y mi vocación por hacer bien las cosas pequeñas.