Vida de María (XV): Junto a la Cruz de Jesús

"Estaban junto a la Cruz de Jesús su Madre, y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena". Así describe el Evangelio la escena que se contempla en esta entrega de la Vida de María.

Han pasado casi tres años desde el primer milagro de Jesús, en Caná de Galilea. El Evangelio apenas nos habla de la Virgen Santísima, en ese lapso de tiempo. Quizá, en algunas ocasiones, formara parte del grupo de mujeres que acompañaban al Señor en sus desplazamientos (cfr. Lc 8, 1-3). Sin embargo, los evangelistas señalan su presencia física sólo una vez: cuando, en compañía de otros parientes que acuden a ver a Jesús, no pudiendo entrar en la casa donde se alojaba a causa del gentío, enviaron a llamarlo. La respuesta del Señor fue elocuente: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice: éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la Voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre ( Mc 3, 33-35). Era el mayor elogio de la Virgen, la criatura que mejor que nadie supo cumplir la Voluntad del Padre celestial.

[Durante la vida pública, María] le seguía de lejos, aunque unida espiritualmente a Él en todo momento, con una cercanía mucho mayor que la de los discípulos y de las santas mujeres.

El silencio de los Evangelios hace suponer —como expone el Papa Juan Pablo II en una de sus catequesis marianas— que la Virgen no acompañó ordinariamente a Cristo en sus viajes por Palestina: le seguía de lejos, aunque unida espiritualmente a Él en todo momento, con una cercanía mucho mayor que la de los discípulos y de las santas mujeres. De todas formas, Juan muestra que se hallaba en Jerusalén durante la última Pascua del Señor. Quizá fue a la Ciudad Santa en otras fiestas semejantes; pero el evangelista sólo ahora lo señala expresamente, y lo hace en el contexto del Sacrificio redentor. Estaban junto a la Cruz de Jesús su Madre —escribe— , y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena ( Jn 19, 25). Inmediatamente nos trasmite las palabras que el Señor dirige a la Madre y a él mismo, que también se encontraba allí; unas palabras de profundo significado.

Sería muy reductivo entender estas palabras de Cristo, en el momento supremo de la Redención, como una simple preocupación, por así decir, familiar : la del hijo que encarga a alguien el cuidado de su madre. Nos hallamos ante uno de los hechos más importantes para entender el papel de la Virgen en la obra de la salvación. Ya en Caná, Jesús había dejado claro que la misión materna de María en Nazaret, durante los años de la vida oculta, iba a prolongarse en la nueva familia de la Iglesia. Los recientes estudios mariológicos ponen de relieve —y ha sido recogidos por el Magisterio ordinario de la Iglesia— que estamos ante una "escena de revelación" típica del cuarto evangelio, el evangelio de los signos por antonomasia. Jesús mira a María, se dirige a Ella con el apelativo Mujer , como en Caná y, señalando al discípulo amado, dice: Mujer, aquí tienes a tu hijo ( Jn 19, 26). Luego, mirando a Juan, añade: aquí tienes a tu Madre ( Jn 19, 27).

María es la nueva Eva que, en unión con el nuevo Adán y subordinada a Él, está llamada a prestar su mediación materna en la obra de la redención.

Ni a la Virgen ni a Juan los llama por su nombre. María es la nueva Eva que, en unión con el nuevo Adán y subordinada a Él, está llamada a prestar su mediación materna en la obra de la redención. Y el evangelista se encuentra allí en calidad de discípulo fiel, como representante de todos los que había de creer en Jesucristo hasta el fin de los siglos. Las palabras del Señor —palabras de Dios y, por tanto, palabras creadoras como las del principio del mundo— realizan lo que significan. Desde ese momento, María es constituida Madre de todos los que vendrían a la Iglesia: Mater Ecclesiæ , como la llamó Pablo VI al finalizar el Concilio Vaticano II. Sus entrañas fructificaron en una nueva maternidad: espiritual, pero verdadera; y dolorosa, porque en aquellos momentos se cumplía a la letra la profecía del anciano Simeón: una espada te traspasará el alma ( Lc 2, 35).

También en el corazón del discípulo se abrió paso en ese mismo momento la conciencia de una filiación —verdadera, real— que le hacía hermano de Jesús e hijo de su misma Madre. Por eso añade: y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa ( Jn 19, 27); es decir, la introdujo en el espacio de su vida interior, le dio acogida —como verdadera Madre— entre sus bienes más preciados. Desde ese instante, y hasta el momento de la Dormición de la Santísima Virgen, Juan no se separó jamás de Ella.

Sólo después de la entrega del discípulo a la Madre, y de la Madre al discípulo, podía Jesús decir que todo está consumado, como refiere expresamente San Juan. Luego, tras manifestar su sed —sed de almas—, para que se cumpliese la Escritura, Jesús clamó con gran voz: consummatum est! , todo está cumplido. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu ( Jn 19, 30).


LA VOZ DEL MAGISTERIO

«En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cfr. Jn 2,1.11). A largo de su predicación acogió las palabras con que su Hijo, exaltando el reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cfr. Mc 3, 35; Lc 11, 27-28) a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente (cfr. Lc 2, 19 y 51). Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cfr. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, he ahí a tu hijo (cfr . Jn 19, 26-27)».

Concilio Vaticano II (siglo XX). Constitución dogmática Lumen gentium, n. 58.

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«El hecho de “estar erguida” la Virgen junto a la Cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz» (Lumen gentium, 58).

»A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» ( Lc 23, 34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la Cruz: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc, 23, 46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor “a la inmolación de su Hijo como víctima” (Lumen gentium, 58)». (…).

«¿Cuál es el significado de esa singular cooperación de María en el plan de la salvación? Hay que buscarlo en una intención particular de Dios con respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús llama con el título de “mujer” en dos ocasiones solemnes, a saber, en Caná y al pie de la cruz (cfr Jn 2 , 4; 19, 26 ). María está asociada a la obra salvífica en cuanto mujer. El Señor, que creó al hombre “varón y mujer” (cfr. Gn 1, 27),también en la Redención quiso poner al lado del nuevo Adán a la nueva Eva. La pareja de los primeros padres emprendió el camino del pecado; una nueva pareja, el Hijo de Dios con la colaboración de su Madre, devolvería al género humano su dignidad originaria.

»María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de la Iglesia. En el designio divino, representa al pie de la cruz a la humanidad redimida que, necesitada de salvación, puede dar una contribución al desarrollo de la obra salvífica».

(…).

« Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la Cruz del Señor, San Juan refiere: «Jesús, viendo a su Madre y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo'” (Jn 19, 26-27).

Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una “escena de revelación”; revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su Madre y al discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos.

»Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad filial de Jesús hacia su Madre, encomendada para el futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto, confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación.

»Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención no es confiar su Madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el apelativo “mujer”, que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado (…). Asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su Madre, añade un inciso significativo: “Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido” (Jn 19, 28),como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su Madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que Ella se convierte en Madre en la obra de la salvación».

Juan Pablo II (siglo XX). Discursos en la audiencias generales del 2, 9 y 23 de abril de 1997.

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«Al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como Madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de "Madre de la Iglesia".

»Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" ( Jn 19, 27) (…). La acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María».

Benedicto XVI (siglo XXI). Discurso en la audiencia general, 2-I-2008.

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LA VOZ DE LOS PADRES Y ESCRITORES ANTIGUOS

«Hay que atreverse a decir que, entre todas las Escrituras, las primicias son los Evangelios, y que entre los Evangelios las primicias corresponden al de Juan. Nadie puede entender su profundo sentido si no se ha reclinado sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María por madre. Así ha de ser quien quiera ser otro Juan, de modo que, como de Juan, Jesús mismo pueda declarar de él que es Jesús. En efecto, si, de acuerdo con los que hablaron santamente de Ella, María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a la Madre: “He aquí a tu hijo”, es como si dijera: “Mira, éste es Jesús a quien Tú has engendrado”. Efectivamente, todo el que es perfecto no vive ya para sí, sino que Cristo vive en él; y si Cristo vive en él, de él dice Jesús a María: “He aquí a tu hijo, a Cristo”».

Orígenes (siglo III). Comentario al Evangelio de San Juan, I, 4 (SC 120, 70-72).

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« Viendo Jesús de pie a su Madre y al discípulo que Él amaba, dice a su Madre: “Mujer, he aquí a tu hijo”: después dice al discípulo: “He aquí a tu madre”. Y desde aquella hora la recibió el discípulo en su casa. Ésta es aquella hora de la cual dijo a su Madre, cuando iba a convertir el agua en vino: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? No ha llegado aún mi hora ( Jn 2, 4). Había predicho esta hora, que entonces aún no había llegado; aquella hora en la que, estando a punto de morir, reconocería a Aquella de la cual había nacido a esta vida mortal. Cuando aún obraba maravillas, rechazaba como desconocida a la madre, no de su divinidad, sino de su debilidad; mas ahora, en medio de los sufrimientos humanos, con afecto filial recomienza a la que le había dado su carne humana. Entonces el que había creado a María brillaba por su poder; ahora estaba colgado de la cruz Aquel a quien María había dado a luz».

San Agustín (siglos IV-V). Enarraciones sobre los Salmos, 119, 1.

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LA VOZ DE LOS SANTOS Y AUTORES ESPIRITUALES

«Tres cosas concurren en el sacrificio del Salvador y constituyen su perfección. Están en primer lugar los sufrimientos por los que su humanidad quedó literalmente quebrantada; en segundo lugar, la resignación con que humildemente se sometió a la Voluntad de su Padre, ofreciéndose a Él, y en tercer lugar, la fecundidad por la que nos engendra en la gracia y nos da la vida al morir. Sufre como la víctima que debe ser destruida y magullada; se somete como el sacerdote que debe sacrificar voluntariamente: voluntarie sacrificabo tibi ( Sal 53/54, 8); finalmente, nos engendra por medio del sufrimiento, como Padre de un nuevo pueblo al que da a luz por sus heridas; he aquí las tres cosas sublimes que el Hijo de Dios realiza en la Cruz.

»María está cerca de la Cruz; con qué ojos mira a su Hijo ensangrentado, cubierto de heridas, que ya no parece hombre. Esta visión le causa la muerte; si se aproxima al altar, es porque quiere ser inmolada y allí, en efecto, siente el golpe de la espada que, según la profecía de Simeón, debía abrir su corazón maternal con tan crueles heridas.

»¿Fue abatida por el dolor, la postró por tierra desfallecida? Al contrario: stabat iuxta crucem ( Jn 19, 25): estaba de pie junto a la Cruz. No; la espada que atravesó su corazón no pudo disminuir sus fuerzas: la constancia y la aflicción van al unísono, y su constancia testifica por su firmeza que no estaba menos sumisa que afligida.

»¿Qué queda, pues, cristiano, sino que su Hijo amado, que la hizo sentir sus sufrimientos e imitar su resignación, le comunique también su fecundidad? Con este pensamiento le da por hijo a San Juan: Mulier, ecce filius tuus ( Jn 19, 26). Mujer —dijo—, he ahí a tu hijo. Oh mujer, que sufrís conmigo, sed eficaz también conmigo, sed la Madre de mis hijos, os los entrego sin reserva en la persona de este único discípulo; Yo los engendro con mis dolores; y, como Vos gustáis la amargura, poseeréis también su eficacia, y vuestra aflicción os hará fecunda».

J.B. Bossuet (siglo XVII). Sermón sobre la compasión de la Virgen.

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«Verdaderamente, ¡oh Madre bienaventurada!, traspasó tu alma una espada: no podía penetrar el cuerpo de tu Hijo sin traspasarla. Después que expiró tu Jesús (de todos, sin duda, pero especialmente tuyo) no tocó su alma la cruel lanza que abrió su costado, pero traspasó ciertamente la tuya. Su alma no estaba ya allí, pero la tuya de allí no se podía apartar. Tu alma, pues, fue atravesada por la fuerza del dolor, para que no sin razón te prediquemos más que mártir, habiendo sido en ti el efecto de la compasión mucho mayor de lo que hubiera podido ser el sentido de la pasión.

»¿Acaso no fue para ti más que espada aquella palabra que atravesó realmente tu alma y llegó hasta la división del alma y del espíritu? Mujer, ahí tienes a tu Hijo ( Jn 19, 26). ¡Qué trueque! Te entregan a Juan en lugar de Jesús, el siervo en lugar del Señor, el discípulo en lugar del Maestro, el hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, un puro hombre en lugar del Dios verdadero. ¿Cómo no iba a quedar tu alma amorosa traspasada al oír estas palabras, cuando la sola memoria de ello quiebra nuestros corazones, aun cuando son de piedra y de hierro?

»No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Admírese el que no recuerde que San Pablo cuenta entre los mayores crímenes de los gentiles el haber vivido sin tener afecto (cfr. Rm 1, 31). Lejos estuvo esto de las entrañas de María, lejos esté también de sus humildes siervos.

»Acaso me pregunte alguno: ¿pero no supo anticipadamente que su Hijo había de morir? Sin duda alguna. ¿Y no esperaba que enseguida había de resucitar? Con la mayor confianza. Y a pesar de esto, ¿se dolió de verle crucificado? Se dolió, sí, y en gran manera. Por lo demás, ¿quién eres tú, hermano, o qué sabiduría es la tuya, que admiras más a María compaciente que al Hijo de María paciente? Él pudo morir en el cuerpo, ¿y María no pudo morir juntamente con el corazón? Realizó aquello una caridad superior a toda otra caridad; también hizo esto una caridad que, después de aquella, no tuvo otra semejante».

San Bernardo (siglo XII). Sermón en la infraoctava de la Asunción, 14-15.

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«Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamiento, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús».

San Josemaría (siglo XX). Es Cristo que pasa, n. 143.

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LA VOZ DE LOS POETAS

La Madre piadosa estaba

junto a la Cruz, y lloraba

mientras el Hijo pendía;

cuya alma triste y llorosa,

traspasada y dolorosa

fiero cuchillo tenía.

¡Oh cuán triste! ¡Oh cuán aflicta

se vio la Madre bendita

de tantos tormentos llena,

cuando triste contemplaba

y dolorosa miraba

del Hijo amado la pena!

¿Y cuál hombre no llorara

si la Madre contemplara

de Cristo en tanto dolor?

¿Y quién no se entristeciera,

piadosa Madre, si os viera

sujeta a tanto rigor?

Por los pecados del mundo

vio a Jesús en tan profundo

tormento la dulce Madre;

y muriendo el Hijo amado,

que rindió desamparado

el espíritu a su Padre.

¡Oh Madre, fuente de amor,

hazme sentir tu dolor

para que llore contigo!

Y que por mi Cristo amado

mi corazón abrasado

más viva en El que conmigo.

Y porque a amarle me anime,

en mi corazón imprime

las llagas que tuvo en sí.

Y de tu Hijo, Señora,

divide conmigo ahora

las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar

y de veras lastimar

de sus penas mientras vivo:

porque acompañar deseo

en la Cruz, donde le veo,

tu corazón compasivo.

Virgen de vírgenes santas,

llore yo con ansias tantas

que el llanto dulce me sea.

Porque su pasión y muerte

tenga en mi alma, de suerte

que siempre sus penas vea.

Haz que su Cruz me enamore

y que en ella viva y more,

de mi fe y amor indicio;

porque me inflame y me encienda

y contigo me defienda

en el día del juicio.

Haz que me ampare la muerte

de Cristo, cuando en tan fuerte

trance vida y alma estén;

porque cuando quede en calma

el cuerpo, vaya mi alma

a su eterna gloria. Amén

Lope de Vega (siglos XVI-XVII), Traducción del himno Stabat Mater, en Soliloquios amorosos de un alma a Dios.

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Madre le dice Juan

yo creía que era imposible quererte más

pero ahora que acabo de nacer

ahora que comencé a multiplicarme por tantos millones

ahora veo que nuestro amor empieza a perderse en el infinito

bajo la forma de Iglesia Católica que ya se pierde

en el infinito bajo la forma de la celeste Jerusalén.

José Miguel Ibález Langlois (siglos XX-XXI). Libro de la Pasión, VII, 9.

J.A. Loarte