Las circunstancias no son un obstáculo

Tomás Kikúe vive en Misiones y es de origen japonés. Cuenta en primera persona cómo descubrió su vocación al Opus Dei y el valor de la oración.

Como muchos otros japoneses que la Argentina alojó en su suelo, nací y crecí yo: los Kikúe nos habíamos instalado en Jardín América, junto con otras muchas familias japonesas. Y nos fuimos haciendo a la rudeza del sol y del monte de Misiones, y a la disciplina del trabajo abnegado.

A la Argentina le debemos muchas cosas, aunque nunca hayamos dejado de corresponderle con nuestro esfuerzo. Yo, por mi parte, me considero de los que más tienen para agradecer. Porque Dios me regaló, en la Argentina, algo que mi padre nunca conoció: la fe católica.

Me acuerdo de que cuando tenía dieciséis años le pedí a un amigo del colegio, Ramón, que me enseñara algunas oraciones. Él me pasó el padrenuestro y el avemaría anotados en un papel. Junto a ellos fueron naciendo en mí las primeras inquietudes por conocer la doctrina católica.

Dos años después tuve que dejar mi familia, el monte y el río de Misiones para estudiar. Me fui a La Plata. Allí traté de remediar un poco los mil kilómetros de desarraigo yendo a  un pensionado para japoneses. Durante el primer año de la carrera de ciencias económicas estaba desorientado y no conseguía aprobar los exámenes, a pesar de poner todo mi esfuerzo. El clima del pensionado tampoco me ayudaba, porque no había ambiente de estudio y se prestaba mucho a la dispersión. La adaptación a la ciudad también hacía su proceso interior…

Hubo un día clave, uno de esos días cuya importancia se descubre cuando pasa el tiempo, con perspectiva, porque son como un cruce de caminos que hacen que cambie la dirección de una vida entera. Sin embargo, ¡qué ordinarias pueden ser sus circunstancias!

En una ocasión subí a la terraza a respirar un poco de aire. Cuando llegué me encontré con un amigo, Enrique, que estaba lavando ropa. Enrique también era misionero, de Aristóbulo del Valle. En realidad, aunque yo no haya podido advertirlo en ese momento, Enrique estaba haciendo mucho más que, simplemente, lavar ropa: estaba haciendo oración. El único indicio que había de ello es que tenía al lado un librito del que cada tanto leía algún párrafo. Por lo demás, nada de extrañar.

Después me explicó que así se hacía oración, como habla un hijo con su padre, con esa naturalidad, sin necesidad de solemnidades aparatosas. Es más, ni siquiera hacía falta mover los labios ni decir palabras. Lo que sí hacía falta era elevar el corazón a Dios. Y eso se puede hacer en cualquier momento del día, me dijo, y ante cualquier circunstancia: estudiando, trabajando, viajando… ¡hasta lavando ropa!

-Es hablar con Dios- me explicó, -y no precisás tener cosas muy importantes para decirle. Lo que es importante para vos le interesa a Él.

A medida que Enrique me explicaba estas cosas, se reavivaban en mí todas esas inquietudes que me habían nacido a los dieciséis años. Así que me invitó a Ciudad Nueva, una residencia universitaria del Opus Dei a la que él asistía con frecuencia  y donde le habían enseñado esas cosas.

El primer día que fui era sábado. Conocí a un sacerdote que se presentó como el padre Fernando Lázaro. Ese día predicaba una meditación a muchos chicos universitarios de distintas carreras y universidades que vivían en la residencia o que habían sido invitados por amigos. Yo me quedé. No entendía mucho, pero la primera impresión que me llevé fue que ese sacerdote era muy divertido. Las meditaciones del padre Fernando eran divertidísimas, todo el mundo se moría de risa. Además era muy accesible, hasta me invitó a correr porque le gustaba mucho hacer deporte. Así que de una manera muy amena comencé a formarme en la fe.

Lo demás vino todo muy rápido. Con toda naturalidad se me abrieron ante los ojos horizontes tan amplios que nunca los hubiera sospechado. La vida era mucho más rica de lo que yo había podido percatarme. Y todas mis realidades adquirían sentido y perspectiva, como si se fueran iluminando de a poco. Más tarde lo pude comprender: es una nueva dimensión que Dios agrega a nuestras vidas.

"Con toda naturalidad se me abrieron ante los ojos horizontes tan amplios que nunca hubiera sospechado"

Lo entendí cuando ya supe hacer oración. Un día tropecé con el  punto 279 de Camino, en el que San Josemaría dice lo siguiente: “La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. –Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen.”

Uno de los primeros ámbitos de mi vida en los que noté la ayuda del Señor fue en el estudio. Me empezó a ir mejor, sobre todo, porque descubrí un  motivo sobrenatural para estudiar. En consecuencia, intensifiqué mi dedicación. Me sirvió un punto de Camino que dice: “Para un apóstol moderno, una hora de estudio, es una hora de oración”

Al cabo de algunos años ya me estaba recibiendo, tenía propuestas de trabajo, y si bien pensaba volver a Misiones, quería quedarme un tiempo a hacer experiencia en Buenos Aires. Pero en casa me necesitaban y me mandaron llamar. La verdad es que prácticamente no tenía opción. Enrique me animó, pero me propuso que antes de irme pidiera la admisión a la Obra. Yo me sentía llamado. Sin embargo, también tenía mis miedos. Cuando volviera a trabajar a mi pueblo en el interior de Misiones sería la única persona del Opus Dei en toda la provincia, tendría que hacer muchísimos kilómetros para poder recibir formación en un Centro y tendría que esforzarme especialmente para mantener viva en mi corazón la llama de mi vocación. Enrique me recordó más o menos las palabras que me había dicho el primer día: las circunstancias no son ningún obstáculo para nuestra relación con Dios, al contrario. Lo que importa es elevar el corazón y hablarle como un hijo.

Pienso que cuando regresé, el que volvió a Misiones no era el mismo chico que se había ido años atrás. Había crecido mucho. Hoy ya voy llegando a los cincuenta. Formé una familia grande y hermosa. Sigo trabajando en Jardín América: tengo un aserradero. Todas las mañanas le encomiendo al Señor el trabajo que voy a realizar durante el día, y en las horas que cierro al mediodía hago un rato de oración. Él me da otro sentido, mucho más profundo y más valioso, no sólo para llevar a cabo el trabajo, sino también para darles cariño a mis hijos, para sonreírle a mi mujer, para tratar con mis vecinos, para atender a mis clientes… En fin, es la tercera dimensión que Dios agrega a nuestras vidas.