Homilía del Prelado en la ordenación diaconal del 27 febrero 2016

Misa de ordenación diaconal de seis fieles de la Prelatura celebrada en la Parroquia de San Eugenio (Roma) el 27 de febrero de 2016.

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DIACONAL DE FIELES DE LA PRELATURA

Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei

Iglesia parroquial de San Josemaría Escrivá

Roma, 27-II-2016, III Domingo de Cuaresma

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos ordenandos diáconos.

1. Sin lugar a dudas, hoy habrá una gran alegría en el Cielo por la ordenación de estos fieles de la Prelatura del Opus Dei. Es como una respuesta del Señor a aquella recomendación: Rogad al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies (Lc 10, 12).

Los textos litúrgicos del tercer Domingo de Cuaresma giran alrededor de la misericordia divina, que siempre sale a nuestro encuentro. Constituyen, por eso, una buena ocasión para que nos preguntemos cómo estamos viviendo la preparación de la Pascua, en este Año de la misericordia.

La oración colecta se dirige a Dios, fuente de todo bien, y le pide la gracia de saber confesar nuestros pecados para obtener su perdón. El reconocimiento de nuestras culpas es la llave para abrir las puertas de la divina clemencia. El Salmo responsorial nos invita a rezar así: Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su Nombre santo. Bendice, alma mía, al Señor, no olvides ninguno de sus beneficios (Sal 101 [102] 1-2). La mano de Dios, paterna y materna, está siempre dispuesta a cancelar nuestras culpas si nos acercamos a la confesión.

También la primera lectura nos habla de misericordia. El autor sacro narra que Dios omnipotente, movido por su piedad, se apareció a Moisés y le encargó liberar a los israelitas de la esclavitud del faraón: he observado la opresión de mi pueblo en Egipto —le dice— y he escuchado su clamor (...): he comprendido sus sufrimientos. He bajado para librarlos del poder de Egipto y para hacerlos subir de ese país a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel (Ex 3, 7-8).

Detengámonos en estas palabras, porque todas estas cosas —es decir, los acontecimientos narrados en el Antiguo Testamento— les sucedían como en figura; y fueron escritas para escarmiento nuestro (1 Cor 10, 11). Así escribe san Pablo a los Corintios y a todos nosotros. El Señor conoce muy bien nuestras necesidades espirituales y materiales, y está dispuesto a quedarse con nosotros. Basta que no cerremos el corazón a los suaves impulsos de su gracia y que supliquemos al Espíritu Santo que abra nuestras mentes y nuestra vida a las palabras de Jesús.

2. ¿Qué es lo que hoy nos enseña el Señor? Meditemos atentamente la página del Evangelio que hemos escuchado. Nos recuerda, en primer lugar, que los eventos considerados humanamente como desgracias, para una persona de fe constituyen, en cambio, una invitación a la conversión personal. Jesús alude a algunos acontecimientos sucedidos en Jerusalén, que habían quedado impresos en la memoria de todos, y explica su sentido más profundo: acaso aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente (Lc 13, 4-5).

Es una exhortación a permanecer siempre vigilantes, a no olvidar que Dios es, sí, misericordioso, pero es también juez. Aunque durante nuestra peregrinación terrena nos ofrece siempre la posibilidad de rectificar y de convertirnos, en el momento oportuno juzgará con justicia a quienes no hayan querido arrepentirse de sus pecados. Ésta es la enseñanza de la segunda parte del evangelio proclamado. Frente a la esterilidad de la higuera plantada en su viña, el dueño del campo quiso eliminarla: hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera sin encontrarlo; córtala, ¿para qué va a ocupar terreno en balde? (Lc 13, 7).

Gracias a la intercesión del viñador, el dueño concedió a la higuera un poco de tiempo para remediar su improductividad. El Señor está dispuesto a perdonar nuestras culpas; más aún, está dispuesto a dar nuevo impulso a nuestra vida espiritual: para esto ha instituido el sacramento de la Penitencia. Basta con que acojamos este don y lo pongamos en práctica.

En el libro del Papa Francisco titulado "El nombre de Dios es misericordia", el Pontífice trata en varios momentos sobre el perdón de los pecados. Dice así: «Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesonario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia, llamada a distribuir la misericordia de Dios (...). Es cierto que hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia»[1].

3. Deseo ahora dirigirme directamente a vosotros, nuevos diáconos de la Iglesia. Desde hoy, nuestra Madre os confía el poder de predicar con autoridad la Palabra de Dios, de distribuir el Cuerpo de Cristo en la Comunión, de ejercitaros en las obras de caridad en nombre del Señor mismo. Todo hemos de tener presente, y recordarlo a nuestros hermanos y hermanas, lo que la liturgia de hoy nos enseña: en la bondad de Dios, la misericordia y la justicia se entrelazan. El mensaje es claro: aprovechemos el tiempo de la misericordia, para prepararnos cada día a nuestro futuro encuentro cara a cara con el amor de Dios.

En la predicación, hijos míos explicad las grandes verdades de nuestra fe de modo positivo, especialmente las que se refieren a la salvación eterna del alma. Es éste un servicio de gran importancia en el mundo actual, porque hay mucha propensión en las almas mundanas —como escribió san Josemaría— a recordar la Misericordia del Señor. —Y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos

Es verdad que Dios Nuestro Señor es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo: y hay un juicio, y El es el Juez[2].

Ciertamente es el amor, y no el temor, el móvil principal de la conversión. Pero el magisterio de la Iglesia enseña que, en muchos casos, también el temor de Dios —es decir, el temor a separarnos de Él— constituye un punto de apoyo, del que se sirve el Espíritu Santo para inducir a las almas al arrepentimiento y a la conversión.

Termino con mi felicitación a los nuevos diáconos, a sus parientes y amigos, y renuevo a todos los presentes la invitación a rezar por el Papa, por el Cardenal Vicario de Roma, y por todos los obispos, los presbíteros y los diáconos de la Iglesia universal. Pidamos con fe la intercesión de la Virgen para que nosotros mismos nos acerquemos más al Señor, en las restantes semanas de la Cuaresma. Una confesión más profunda, con mayor dolor por los pecados, puede ser el impulso que necesitamos para producir muchos frutos, sea en nuestra vida personal, sea en el trabajo apostólico, siempre con alegría cristiana.

Sea alabado Jesucristo.


[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia (Piemme 2016).

[2] San Josemaría, Camino, n. 747.