“El sacerdocio es transmitir alegría”

El sábado 26 de mayo se ordenaron en Roma 38 sacerdotes del Opus Dei, entre los que se cuentan tres argentinos. Ofrecemos aquí una entrevista con José María Lix-Klett, tucumano, amante del rugby, que estudió Derecho en la Universidad Austral y está por terminar su doctorado en Derecho Canónico en España.

¿Es verdad que su historia está muy relacionada con su nombre?

Veo la mano de Dios que me trajo hasta acá; siempre me ha dado mucho que pensar la historia de mi nombre. Cuando yo estaba en la panza de mi mamá, y tenía apenas 4 meses de concebido, mis padres y mi hermana mayor tuvieron un accidente de auto bastante grave llegando a Mar del Plata.

Según me contaron, el auto volcó y cayó en una cuneta de unos tres metros de profundidad. A mi papá no le pasó prácticamente nada; mi hermana salió volando por la ventanilla, y la recogió un buen camionero que paró a ayudarles (tampoco le pasó nada grave, gracias a Dios); y mi madre, conmigo dentro, quedó muy grave. Tuvo estallido de bazo y de parte del hígado, aplastamiento de vértebras y perdió también un riñón. La llevaron en ambulancia al Hospital Interzonal de Mar del Plata y los médicos de guardia, previo hacerle una radiografía corta para no dañar el embarazo, la operaron durante más de 6 horas para sacar casi un litro y medio de coágulos y con sumo cuidado para que no se perdiera mi vida (a pesar de que aún no sabían si yo estaba aún vivo).

Pocos días después, mi madre cuenta que empezó a sentir mis “patadas”… Algunos pretendían recurrir al aborto, para salvar la vida de mi madre, que ciertamente corría grave riesgo. Si bien los médicos habían actuado con la máxima delicadeza y competencia profesional, no sabían si yo continuaba con vida, y como había tenido que ser expuesto a los rayos X y drogas varias durante la intervención y posterior atención médica necesaria de mi madre, suponían que todo aquello haría irreversible en mí algún retraso mental, en el mejor de los casos.

Sin embargo –ahora pienso lo duro que habrá sido para ellos que eran jóvenes, y se los agradezco de todo corazón-, mis padres apostaron por defender mi vida, poniendo la de mi madre en las manos de Dios. Lo mismo hicieron el médico que operó y la enfermera que atendía a mi madre y a mi hermana. Dios quiso que yo naciera sano y salvo, y que mi mamá también sobreviviese. Él médico que nos salvó se llamaba José y la enfermera María. En homenaje de agradecimiento a ellos, decidieron mis padres que me llamaría José María.

Yo nací un 19 de mayo, y ahora, exactamente después de 29 años y una semana, me ordené sacerdote: quien hubiera pensado…, como dice el Martín Fierro, “dende el vientre de mi madre, vine a este mundo a cantar”. Fue una gran emoción para mí después de toda una vida, volver a tomar contacto con el Dr. José para contarle mi historia, y que me ordenaba sacerdote, y poder darle las gracias, porque por su trabajo competente y realizado cara a Dios en una guardia de un hospital, estoy aquí para contar esta historia. Él también se emocionó mucho, porque a pesar de tantos años, recordaba mi caso, ya que con mis padres se habían intercambiado algunas cartas. La enfermera María ya falleció, así que dirigí mi agradecimiento al Cielo.

Otra importante coincidencia de mi nombre es que mis padres todavía no conocían a San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, que con el tiempo sería decisivo en el descubrimiento de mi vocación. San Josemaría es para mí el modelo de sacerdocio al que Dios me llama. No me gusta pensar que todo esto haya sido casualidad porque, como decía Chesterton, la casualidad es el nombre que los necios le dan a la Providencia.

Lógicamente, después pasaron muchas cosas, que me mueven a dar gracias a Dios, y que hicieron que yo descubriera mi vocación al Opus Dei cuando tenía 16 años, y ahora esta nueva “llamada dentro de la llamada” -como le gustaba decir a San Josemaría-. 

¿Qué recuerdos se lleva de sus años cerca del Papa, en Roma?

Muchísimos. Algunos son eventos tan extraordinarios que los hemos vivido todos con el corazón en Roma, pero que yo tuve la suerte de vivirlos también físicamente allá, como el fallecimiento de Juan Pablo II, y la elección de Benedicto XVI. Esos días han quedado grabados en mi alma para siempre. Escuché decir a gente no católica, al morir Juan Pablo II, que sentían como que habían perdido un padre… Haber podido vivir en Roma estos extraordinarios acontecimientos, fue una de las mayores gracias de Dios que he recibido.

El otro gran recuerdo que me llevo de Roma, especialmente querido para mí como fiel del Opus Dei, es la canonización de San Josemaría. Ese 6 de octubre lo llevo adentro cada día.

 

En estos tiempos, ¿cómo reflexiona sobre su compromiso?

Creo que no hace falta teorizar mucho, basta con ver que la mayoría de las personas asumen compromisos con gran naturalidad y son felices con ellos, a pesar de las dificultades que te presenta la vida, que por otra parte se presentan, tengas o no tengas unos compromisos.

Pero precisamente de esos compromisos es de donde pienso que uno saca las fuerzas para luchar, precisamente porque hay un objetivo. Sobre todo, la mayor felicidad la da un amor auténtico y cualquiera que se haya sentido enamorado alguna vez –con más razón si el objeto de ese amor es Cristo- ha experimentado que el amor auténtico no es por un rato, sino para siempre. Después vienen las dificultades de la vida, pero bien asumidas, son las que nos hacen madurar. Y la ayuda de Dios nunca falta. El ejemplo de entrega y compromiso de Juan Pablo II, hasta el final, es bastante elocuente.

¿Cómo piensa comunicar a los demás la alegría, la novedad y la fuerza del mensaje cristiano?

Sobre todo con lo que es propio de los sacerdotes, predicando el mensaje de Cristo y administrando los sacramentos. Qué mejor modo de transmitir la alegría que a través de la confesión, sacramento al que San Josemaría le gustaba llamar “sacramento de la alegría”, y de la celebración de la Misa, donde Cristo se nos da en la Comunión que es la máxima expresión de amor y de alegría. El sacerdocio es transimir alegría, la alegría de Cristo.

 

¿Cómo ha reaccionado su familia y qué diría a los padres cuyos hijos se plantean una entrega a Dios?

Cuando llamé a mis padres para avisarles, lo hice muy temprano, a la hora que suelen despertarse, así que los agarré medio dormidos. Pero ni así logré amortiguar la emoción enorme que se llevaron… Se pusieron muy contentos. Ven muy clara la mano de Dios detrás de la historia de mi vocación, y me la hacen ver a mí, por si yo no me doy cuenta…

Quiero comentar también que siempre tuvieron un enorme respeto por mi libertad. Nunca me sentí presionado. Me daban y me dan buen ejemplo, a partir del cual descubrí, casi sin darme cuenta, que eran personas de fe, pero todo con una gran naturalidad, sin cosas raras. Jamás me hablaron de la posibilidad de entregarme totalmente a Dios. De hecho yo tampoco lo pensaba. A mí me vino un poco de sorpresa: yo pensaba casarme y formar una familia, hasta que el Señor se cruzó por mi camino.

De todos modos, la vocación se las debo a ellos, en primer lugar, porque me trajeron al mundo, superando con abandono en Dios y generosamente las dificultades que ya conté, y después porque con su ejemplo, me hicieron comprender que se puede vivir la fe en lo de cada día con coherencia, y a la vez con naturalidad. Mis hermanos, entre los que cuento a mi cuñado como uno más, y toda mi familia (tíos, primos, etc.) también reaccionaron llenos de alegría y de agradecimiento a Dios.

A los padres cuyos hijos se plantean una entrega a Dios, les diría que es el mejor regalo que Dios les puede hacer. Me vienen a la cabeza aquellas palabras de Benedicto XVI en la inauguración de su pontificado: “¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida.”